Soy un fraude y alguien, en algún momento, me va a descubrir sin más remedio. Alguien lo notará al leer la entrada que hoy escribo, al dar con el final del tomo de una de mis novelas, quizá solo le hará falta ver una foto mía. Una de mis alumnas lo comentará con otra tras la clase, mi jefe se verá obligado a decírmelo tras la revisión de objetivos de mitad de año o peor, tal vez nunca nadie lo note: y yo tenga que vivir con ese miedo constante.
Hace muchos años que me enfrento al síndrome del impostor. Para aquellos que nunca hayan tenido la suerte de sufrirlo, o para aquellos que sí lo sufrieron pero no llegaron a llamarlo por su nombre, yo les explico. El síndrome del impostor es un síndrome acuñado por dos psicólogos a principios de los setenta —para los curiosos: Pauline Clance y Suzanne Imes— y que se refiere a la incapacidad de un individuo para asumir el propio éxito, llevado por la creencia íntima de ser un fraude y el consecuente miedo a ser descubierto. Este miedo, como ya os imagináis, persiste a pesar de las evidencias en su contra: a pesar de los premios, de las alabanzas del público o los compañeros, a pesar de que nadie más piense de ti lo mismo que piensas tú. A pesar de que nadie más piense que eres un fraude. Así, contra todo indicio objetivo, la persona no es capaz de internalizar sus logros.
Si no tienes confianza, siempre encontrarás una manera de no ganar. Carl Lewis.
Este post no es una receta. Casi nunca lo son, pero este en particular dista mucho de serlo: yo no he encontrado la solución al síndrome del impostor, así que difícilmente te voy a decir que puedes hacer tú para combatirlo. —Qué te digo, también soy un fraude de psicóloga, le tengo alergia a los consejos—. Lo que sí sé es que, en ocasiones, poner luz sobre las cosas, aumentar el zoom y mirar a través de la lupa nos ofrece una claridad nueva, nos enseña aspectos que antes habíamos pasado por alto, nos obliga a enfrentar la incomodidad que nos supone admitir que algo nos atormenta.
Por eso hoy, después de llevar unos días navegando sin más rumbo y temer que, de seguir así, acabe sin remedio a la deriva, he decidido pararme a reflexionar sobre esto. Y compartirlo entonces con vosotros, y ver así también qué pensáis, qué opináis de este tema, porque creo (lo sé, en realidad) que muchos de vosotros también sentís que lo que habéis conseguido es poco; que cuando habéis ascendido es porque las otras opciones eran mediocres; que cuando alguien os ha alabado es porque en realidad no os conoce. Y yo sé el dolor que produce, la angustia de necesitar siempre conseguir más, correr, alcanzar más, seguir escalando sin pausa, con la esperanza estúpida de que en una de estas te sientas por fin cómodo, en una de estas te creas al fin que sí, que estás donde deberías y que no has engañado a nadie para llegar a eso. Todo esto y mucho más te lo trae de la mano el síndrome del impostor.
Y es que tiene lógica. En una sociedad que cada vez tiende con más impunidad al insulto fácil, la aceptación del piropo, del cumplido, no pasa por su mejor hora. Se nos espera recias, estoicas a la hora de recibir una mala palabra, pero a la vez se presupone que debemos hacer alarde de falsa modestia cuando alguien alaba nuestro trabajo. Y esta presión, como ocurre con algunas —muchas— otras, se ejerce con más fuerza sobre las mujeres que sobre los hombres.
Los datos dicen que más mujeres que hombres presentan síntomas de síndrome del impostor, y no hace falta más que mirar cómo somos educados, cómo la sociedad nos trata, para entender esto. Miles de millones de mujeres en el mundo acumulan éxitos en su vida con el pánico de que alguien, de un momento a otro, exponga qué sobrevalorados están sus logros. El orgullo es una casa de hombres.
Cómo llegamos de este punto al otro extremo no es ningún misterio: se nos entrena desde bien pequeños —desde bien pequeñas— a no creer demasiado en nosotros, a no confiar en nuestra habilidad en exceso. Mejor lo atribuimos a la suerte, a la circunstancia, a la inestimable ayuda de cualquier otro. Del que sea menos tú. Todo con tal de no reconocer nuestra parte de ese éxito. Y ese comportamiento, a muy pequeña escala, se nos refuerza desde diferentes flancos una y otra vez. De ahí a los síntomas del síndrome del impostor, a la sensación de incapacidad, de fraude, de falta de habilidad absoluta, solo hay un paso.
No, no sé cómo se cura esto de hoy para mañana, aunque tengo una idea bastante sólida a estas alturas. Creo que pasa, de veras lo creo, por una reeducación entera de nuestro sistema de creencias: desde la aceptación del cumplido hasta la preparación para el fracaso. La preparación para el verdadero fracaso, digo, no la predisposición para el mismo. Ojo, que poco tiene que ver lo uno con lo otro. Pero eso está bien cuando nos coges desde chiquititos, porque ahora ya estamos grandes y reeducar el sistema entero no es imposible —al menos, casi entero, no lo es— pero es desde luego complicado.
Para los adultos, se me ocurren muchas ideas: mirad a vuestro alrededor. Recordad que todos esos compañeros que tanto valoráis, esos jefes a los que tanto admiráis, probablemente se enfrentan a vuestros mismos miedos. Aceptad los cumplidos cuando alguien señale vuestros logros, aunque en el fondo os muráis por dentro. Contemplad como opción válida que, aparte de la suerte, algo bueno también habréis aportado. Aunque no sea la opción única, la determinante del éxito o el fracaso. Pero dejadle un sitio, hacedle un hueco a vuestra contribución en vuestra mente. Poco a poco puede que eche raíces, que crezca, que se convierta en un árbol. Con suerte, un árbol fuerte, de ramas firmes y tronco estable.
Y hasta aquí la entrada de hoy.
Con amor,
MF
Hola, María. Me gustan mucho tus artículos por la autenticidad que hay en ellos y el valor de compartir con quienes te leemos algunas cosas que muchos no se atreverían, como por ejemplo este tema. El síndrome que abordas en esta entrada me interesa muchísimo porque, de alguna manera, y no de una forma generalizada y constante, yo lo he experimentado, y con bastante virulencia. Coincido contigo en que tendríamos que reformular muchas cosas, bastante de ellas muy arraigadas en la sociedad, y en nosotros desde la infancia; al fin y al cabo, nos educan para no destacar, para ser bien manipulados, y cuando todo esto nos lleva a acumular frustraciones, es más fácil desear derribar al que triunfa, porque el éxito de los demás pone en evidencia nuestras miserias. De aquí viene ese otro concepto que tanto me interesa a mí también que es el “miedo al éxito” y que podría estar bien relacionado con este síndrome. ¿Soluciones? A mí me hace mucho bien recopilar logros, en lugar de dejarme llevar por la inercia de recrearme siempre en lo que me queda por lograr, en lo que falta, me esfuerzo en concentrarme en lo que tengo, lo que he conseguido con mis luchas y esfuerzos. También creo que la solución podría estar en indagar en los orígenes: ¿será el ego el que nos presiona para que siempre seamos buenos ante los ojos de los demás?, ¿el que hace que nos obsesionemos con no fallar nunca?; si destacar o quedar bien dejara de ser importante para nosotros, ¿no seríamos más libres para hacer, deshacer y afrontar todos los fallos y errores inevitables en el camino? ¿Será que nos acostumbraron de pequeños demasiado a los halagos, que pusieron demasiadas expectativas en nosotros y nos atormenta defraudarlas? Desde luego es un tema interesantísimo y que da para debates extensos y muchas reflexiones. Gracias, una vez más, por abordarlo y enriquecernos con tu experiencia personal. Un abrazo.
Hola, Berta.
Muchas gracias por escribirme, he leído con mucho cariño cada una de tus palabras, que me han hecho reflexionar sobre algunas ideas importantes. Por ejemplo, el hecho de haber sido educados para no fracasar, y como, precisamente por ese motivo, podemos desarrollar pánico a ser expuestos. Cuando la realidad es que el fracaso es parte fundamental del camino, es tan importante o más que el éxito.
También mencionas el miedo al éxito (te diré que tengo una entrada a medio escribir a este respecto), que puede ser más debilitante, incluso paralizante, que el miedo al fracaso. El éxito viene con cambios y responsabilidades en muchos niveles, y no siempre estamos preparados.
Como bien dices, el tema nos da para mucho 🙂
Mil gracias por pasar y por pararte un ratito aquí conmigo.
Un abrazo grande, Berta.
MF.
Hola, María, gracias a ti por abordar el tema y despertar tantas reflexiones interesantes, es un gustazo visitar rinconcitos como el tuyo en la red. 😉 Otro abrazo fortote.