Existe una ley universal de la escritura contra la que lucha hasta el escritor más disciplinado: es la ley por la que el escritor siempre se ha de enfrentar a la mano invisible que cierra los tomos cuando ni siquiera los ha escrito; la ley por la que el escritor lucha contra el repentino huracán que arranca su bolígrafo cuando trata de acercarlo al papel; la ley que hace que la luz de la nevera se encienda y lo arranque de la silla a gritos, que el vecino hornee un bollo justo en el momento en el que había encendido el ordenador. Que se acuerde de que tenía que llamar a Pepito. Y tras este, a Fulanito. Todo escritor conoce esta ley universal, todo escritor la ha sufrido.
La ley universal de la escritura postula que, dadas las condiciones óptimas de escritura en un lugar y tiempo concreto, algo ocurrirá de forma inevitable para evitar que el escritor cumpla eficazmente con su cometido.
Ley universal de la escritura
Vamos a ponernos en situación, que si no no me explico y no me entero.
Te sientas, me siento. Las primeras letras son algo del tipo: no sé qué escribir, estoy bloqueada, lo siento, pero al menos lo intento. A eso le siguen tres frases torpes, un conato de rima y algún estribillo de alguna canción de antaño. Qué sé yo, locuras, pero de alguna forma entre tontería y otra, los dedos ya han hecho su precalentamiento. La mente, de aquella manera, pues también.
Saco entonces la novela. Tú la tuya, o el artículo, o el ensayo, o lo que sea que tengas ahora entre manos. Hoy toca la escena del balcón, por decir una con la que todos nos entendamos, pienso yo que con esa nos entenderemos. —Y oye, si no nos entendemos, mal, muy mal vamos—. Preparo mis personajes en la cabeza, los preparas también tú: Romeo, Julieta. Con esos dos deben de bastarnos. En principio parecen personajes fuertes, sí, deberán de bastarnos. Nos ponemos en situación mirando con fuerza al techo, soltamos el aire tres o cuarto veces, los dedos siguen tamborileando sobre las teclas, no sea que se nos pongan rígidos, tiesos, y luego no respondan cuando entre el viento fuerte, ese viento de puerta abierta con el que vienen las musas a visitarnos.
Y entonces escribes la primera frase. Oh, Romeo, Romeo. Y la borras. ¿Romeo? Valiente mierda. Romeo, Romeo. Nadie se va a tragar esto. Pero entonces tocas otra vez el teclado. Tic, tic, tic. Tres veces. No, Romeo funciona, suena bien. ¿Suena bien? En realidad era buena idea, sí. Funciona. Lo escribes otra vez: Oh, Romeo, Romeo. Esta vez escribes con decisión, como el que sabe que va a cambiar la historia —igual lo haces, aunque con esos nombres que has elegido no sé yo—. Agachas la frente, abres la puerta mental del viento —seguro que sabes cuál es, todos los escritores la conocemos: sabemos a qué suena y a qué huele ese viento—, y entonces ocurre. Oh, Romeo, Romeo. ¿Por qué eres tú, Romeo? Niega a tu padre y rehúsa tu nombre.
Vas genial, lo notas. Lo de rehúsa tu nombre te ha quedado, me lo perdonáis, del carajo. Y lo sabes. El viento te da en la cara y alza las velas del barco, navegas ya a velocidad crucero, y por algún motivo caes en la trampa, y piensas, porque lo parece, que esta vez no va a doler, y es que escribes sin apretar, con fluidez, con gracia.
Pero algo ocurre.
Otra vez no.
Pero sí: qué pensabas. Dije que era universal.
Una llamada de teléfono. Una camisa sin planchar. Un ruido de obras. Una urgencia urgente. Unas ganas inaguantables de estirar la espalda. Un hambre muy grande, insostenible, incontrolable. Un calambre en la planta del pie. Un rayo que parte tu ventana en dos. Un meteorito en tu calle. Una invasión extraterrestre. O intraterrestre. Qué será peor. Un pájaro cantor muy desafinado. Una mosca.
Tú también lo has visto, dime que tú también sabes de qué te hablo: es ese impulso extraño, como de fuerzas magnéticas, pero al revés —qué os digo, esta ley universal de la escritura es rara rara rara—, ese algo que nos impide a los escritores sentarnos. La ley universal de la escritura a veces ocurre antes, a veces en medio. Por desgracia, nunca después. Pero es sistemático. Sis-te-má-ti-co. No hay una vez sola, ni una, en la que un escritor se siente en su teclado y no tenga que luchar contra la maldita ley universal de la escritura.
Y aquello me hace a mí preguntarme —¿te lo preguntas también tú?— cómo llegó Stendhal a escribir Le Rouge et le Noir, o Tolstoi a acabar un día Guerra y Paz. Y estoy yo aquí, con mis sesenta mil palabras mal contadas saltando a cada bache del camino, luchando con meteoritos y moscas mentales, batallando con los calambres, con este hambre de todo que siempre me persigue y con las malditas moscas.
Y ahora me pregunto yo, y te pregunto a ti —cuántas preguntas para un solo post—, ¿se enfrentarían también a estos monstruos aquellos grandes escritores? La única parte cuerda que aún me queda me invita a pensar que sí. Que Chéjov también sufrió de ataques inoportunos de hambre mientras escribía La señora del perrito; que Virginia Woolf tuvo que torear alguna que otra invasión extraterrestre —de ahí quizá su reclamo de una habitación propia—; y que igual hasta a Espido Freire le duele la espalda entre novela y novela, entre ensayo genial y ensayo. Y que si ellos desafiaron la ley universal de la escritura, si ellos a pesar de todo esto supieron crear un hábito, contribuyeron con eso a recordarnos, a los que venimos detrás, algo: que la escritura no es un oficio, o mejor, una disciplina, para los más rezagados.
¿Tú qué dices? ¿Eres de problemas de nevera o de teléfono? ¿De Youtube? ¿De marcianos? ¿De algo que no haya nombrado?
Con amor,
MF
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