Mi vecino, hace unas semanas, me lo dijo. Cenábamos enchiladas y bebíamos un mojito sin alcohol que habían preparado porque estaban tratando de adherirse al Dry January —nótese que nosotros, que no somos de beber, al saberlo horas antes por teléfono hicimos una parada en el pub de al lado para bebernos una copita antes de entrar—. Sobre la mesa las enchiladas, los mojitos, la conversación y una melodía cautivadora en el equipo del fondo. ¿Qué es?, preguntamos. Es La La Land.
Nos convencieron de que debíamos de verla pronto. Que si chicos, de veras, no sabéis qué os estáis perdiendo, aunque no os gusten los musicales —lo cual no es el caso—, es una obra maestra del cine, debéis ir, de veras. Tras eso, mi hermana, con la que coincido de pleno en gustos cinéfilos —igual no literarios; igual no musicales; pero coincidimos en la totalidad de las películas que nos gustan y nos aterran—. María, de verdad, que tienes que ir a verla.
Pero como ocurre con la mayoría de las cosas que siente uno que le meten por el buche, ocurrió que procrastinaba en mi intención de verla.
Y eso cambió justo ayer. Dejadme poneos en situación, porque sin ambiente la historia es nada: viernes noche, celebrábamos ciertos logros que había que celebrar, nada demasiado importante, pero suficiente. ¿Vamos esta noche al cine por cambiar? Vamos. ¿Vamos a ese cine de barrio que ahora que nos acabamos de mudar tenemos tan cerca? Vamos.
Sesión de las nueve de la noche, en Londres hace frío, el cielo está completamente despejado. Desde la cafetería de al lado de nuestra sala brillan las luces de Canary Wharf: la vista es majestuosa. Entramos, la sala resulta ser pequeñísima, nunca antes había entrado a una sala así: los asientos son reclinables, anchos, mullidos; hemos comprado agua y unos frutos secos.
Y la película empieza.
Antes de que me haya dado tiempo a recuperarme del impacto, han vuelto a encender las luces y la realidad del mundo me golpea. Pero, espera —le digo a Gonzalo con los ojos como cardenales—, ¿es que ya ha acabado? Gonzalo ha pasado las dos últimas horas tratando de consolar mi llanto: corazón encogido, puños apretados; durante todo el trayecto de la película me sentí la única espectadora de aquel cine de barrio. Me habían escrito a mí la película, claramente Mía me cantaba, yo era aquella fool who dreams. Cómo podía haberse acabado.
Me levanto con resaca y ayer no bebí una gota. El cielo está otra vez encapotado, Canary Wharf nunca brilla en la mañana. Ya no hay zapatos de claqué ni destellos en los ojos, pero el impacto que genera una buena obra es como el de una onda expansiva: La La Land se esconderá en mis próximos escritos, no hay vuelta atrás de una emoción de esta envergadura, es un viaje sin retorno.
La La Land me recuerda que solo dos cosas hacen que este mundo se salve: el buen arte y las buenas personas. Pensadlo. De esto debería ir la vida y no de vídeos de gatitos y de almuerzos criticando al jefe, de noticias terribles que nos bombardean los móviles a cada minuto, de preocupaciones por las que no podemos hacer nada, de estreses y más estreses.
Así que os propongo algo que yo misma me he propuesto que se venga desde ya conmigo: a partir de hoy más La La Land y menos de todo lo demás.
Con amor,
MF.
comparto la pasión 😉
¡Abrazos, Helena!