Santiago lleva tres noches rompiendo la madrugada con su llanto y hasta anoche no caí en la cuenta de que no es él, soy yo. Duerme con su cuerpecito tan pegado al mío, tan calentito y acurrucado contra mí en esa impúdica intimidad que compartimos que a veces cuesta distinguir quién necesita qué y de quién son las lágrimas que empapaban hoy la almohada.
Recuerdo cuando lo trajimos del hospital al piso. Gonzalo lo sujetaba con sus brazos de tronco con la certeza de que en cualquier momento bien podría romperse y con él todo. Lo miraba y repetía orgulloso una y otra vez «estás en casa». Yo me movía con torpeza por las diferentes estancias, aún nuevas para mí como nuevo lo estaba siendo todo, y me sentaba como podía, las piernas para el lado, la cadera levantada, el pecho agrietado, la voz tomada. Los primeros días precisé de mantener la vista lejos: Me calmaba imaginar la cotidianidad que prometían las ventanas diminutas que veía desde la mía.
Aquellos habían sido meses extraños. Para que me entiendan: un nivel de extrañeza a años luz de lo que vivimos ahora. Aquello era extraño como extraños son los principios, pero no extraño grado apocalipsis. Debía de ser que tras tantos años en Londres se me habían hecho los ojos a ver tejados de tiza a través del cristal en voladizo de mi antiguo piso, los oídos a los crujidos de las hojas de los rododendros bajo mis pies, la piel a la espesa neblina que lo cubría todo. Ahora todo tenía un aspecto tan distinto que el cuerpo parecía aún suspendido en ese limbo del exiliado que retorna, como el del astronauta entre naves.
Pero me enamoré de aquel piso porque tenía algo de mi antigua casa. La de mi pueblo, la de Dos Hermanas, la casa de mi madre.
El día que aterrizamos de vuelta en el aeropuerto de Málaga había un enorme cartel que presumía de un cielo azul que superaba los trescientos días al año. Aún me acuerdo de cómo nos habíamos mirado con aquella expresión de guau-trescientos-días-al-año. Debió de ser ese azul del cielo el que tanto me recordaba a mi casa: Un azul contundente y agudo, balsámico, pero grave, que caía con rotundidad sobre las losas de barro que estos días ha aprendido a caminar con presteza Santiago. Arriba, en la azotea, la luz se desplomaba como una gran lengua sobre los muros contra los que chocan las sábanas que cuelgo en los cordeles cuando sopla el poniente para que preserven el blanco. Quizá la casa de mi madre estaba en la buganvilla de la esquina, la que baila con la brisa que sube del mar al sexto, o en el chillido lastimero de las gaviotas que siempre me trae a la memoria el tañer de las campanas de la parroquia de mi pueblo. O igual era el guiso de mi vecina Begoña, la del sexto D, quien hasta hace poco aparecía con fiambreras por la puerta. Permítanme que les advierta que las calles de Londres no huelen a pimentón ni un poco.
Quizá por todo eso o a saber por qué dijimos que sí a la agencia entonces, claro, sin saber que todo esto vendría, ¿cómo íbamos a saber? Pero el caso es que aquí estamos, ahora más mujer ventanera de lo que lo había sido nunca. Estamos descubriendo tantas profesiones en este encierro. Desde esta ventana palpita la posibilidad como el destello de una cicatriz futura. Esos pequeños puntos de luz donde bulle la vida y desde donde desafiamos la quietud de un mundo que a veces parece que se nos ha roto y entonces Santiago aplaude.
Sepan que Santiago ha aprendido a aplaudir en medio de esta catástrofe. Alguien en el vecindario ha tenido en conveniencia el establecer la rutina de sacar un altavoz a su cornisa y desde ahí nos ameniza cada tarde. Hoy nos ha tocado el gol de Iniesta en la final del mundial del 2010 y hemos estallado en un gran estruendo. También ayer me contaba María, desde el sexto B, que su tío proyecta a las ocho una película con lo mejor que ha sucedido en el día contra el edificio de en frente y que esa pequeña tradición calienta los ánimos de los que alcanzan a ver lo que comparte. Brindar esperanza sigue salvando vidas como ya lo hacía antes.
Ver dormir a mi niño continúa siendo mi mayor consuelo en medio del desastre. Pienso en cómo nos hemos confinado todos, cómo hemos acatado las órdenes de las autoridades, con los otros más en mente que pensado en nuestras propias necesidades, renunciando a nuestras libertades más elementales. Aún en medio de este invierno sigue latiendo en nosotros un verano invencible y al final, si nos quedamos dentro, le digo siempre a Santiago, el bicho no tendrá a quien picarle. Claro que a sus catorce meses él no se entera, lo cual me ofrece gran consuelo. Santiago aún sabe poco de la vida o al menos eso parecía hasta despertar esta mañana, cuando no sé si fue él o fui yo quien repetía «estás en casa» una y otra vez, justo al ver desde mi ventana al azul del cielo colarse por entre las rendijas de las otras persianas.
Deja una respuesta