Hoy me gustaría hablaros de Judith Shakespeare.
Virginia Woolf, que es una de mis muchas heroínas y la mujer con la que convivo en mi mente desde hace ya no recuerdo cuánto, habló en su ensayo más conocido Una habitación propia (A room of one´s own) de la hipotética hermana de William Shakespeare a la que, también hipotéticamente, quiso poner por nombre Judith.
Dejadme que os hable de ella. Dejadme que os cuente lo que Judith quería más que nada en este mundo, porque su historia, aunque hipotética como todas las buenas historias, bien merece ser contada una y mil veces.
Judith tenía tanto talento como su hermano y compartía con él el fuego que le nace al escritor cuando quiere entregar su vida a la escritura misma; lo quería de veras por encima de cualquier cosa, pero algo contra lo que ella no pudo luchar se puso en su camino: Judith Shakespeare era, como ya habréis imaginado, una mujer. Fue por este hecho incómodo que a Judith no se le permitió recibir la educación necesaria para desarrollar su potencial como escritora, aunque ya os adelanto que ella no desistió: Judith leía a escondidas cuando nadie más miraba, garabateaba historias allí donde nadie más la veía, pero debía hacerlo con cuidado de no ser pillada, siempre atenta de no dejar de lado las labores que, por su condición y género, le habían sido asignadas. Que si mueve el guiso, que se pega, que si ve al cobertizo a recoger esto y aquello y ve con prisa y que no se te olvide nada.
Judith Shakespeare no era de fácil desistir. A pesar de tanta traba, o quizá gracias a ella, aún continuó en su empeño de perseguir su sueño con la más absoluta fiereza. Sus padres, sin embargo, le tenían preparados planes opuestos: concertaron un matrimonio a sus espaldas sin que ella tuviera opinión alguna al respecto. Judith, que ya os dije que era de claudicar difícil, rechazó esta opción con la vehemencia de un adolescente, y no tardó en huir a Londres en busca de mejor fortuna.
Esta historia no acaba bien, como no podría acabar bien de ninguna de las maneras. Para ahorraros en disgustos y antes de que os encariñéis en exceso con la pobre Judith, me apresuro: os diré que su fortuna no mejoró en Londres. Allí no pudo ganarse la vida como lo había hecho su hermano, menos aún plantear que alguien leyera sus obras. Y sí, la historia no solo acaba regular tirando a mal, acaba en verdadera tragedia —al fin y al cabo hizo honor a su apellido—, con Judith saltando al río como única escapatoria posible a una miserable existencia.
“Now my belief is that this poet who never wrote a word and was buried at the crossroads still lives. She lives in you and in me, and in many other women who are not here tonight, for they are washing up the dishes and putting the children to bed“. Virginia Woolf.
Y para qué nos cuentas esto, María. Qué historia más triste, qué pena. Pues lo hago porque Virginia Woolf es una de mis heroínas, como lo es Judith Shakespeare —por mal que acabe, tanto nos enseña su empeño como su tragedia—, o Simone de Baeauvoir, o Laura Freixas, o Espido Freire, o mi madre, mis hermanas, o tantas otras muchas mujeres que me enseñaron sobre el orgullo y la complejidad que implica el pertenecer a mi género. Y hoy quiero reivindicar la importancia de los modelos adecuados para niños y niñas, también para los adultos, pero sobre todo para ellas, que no todo es ser princesa: porque no es que falten modelos adecuados; oídme, no faltan. Es que nos aplastan y nos quitan la voz, nos reducen a lo que solo a algunos les importa. Y así ganan siempre los que siempre han ganado.
Me explico mejor.
Volver a España durante unos días, como ha sido el caso estas Navidades, conlleva un sin fin de cosas: mejor comida, más horas de sueño, menos ejercicio, más tiempo con la familia. Bajar el ritmo, leer menos, escribir casi nada y, vamos a lo que vamos: más tiempo frente a la caja tonta.
En Inglaterra vemos la televisión poco. Algún programa de cocina, Netflix, documentales y series, eso siempre, muchos documentales y muchas series, pero realmente poco más que eso, y es por ese motivo que en ocasiones tienen que llegar las vacaciones para que me dé cuenta de lo poco que me estoy perdiendo.
Ojo, que no pertenezco a la tribu de los que opinan que ver la televisión es dañino por decreto, sino que de hecho, bien puede ser incluso lo contrario: con contenidos bien elegidos, la televisión, así como cualquier otro medio, es una herramienta fabulosa para entretener y educar al mismo tiempo. Pero su capacidad destructiva, debéis estar de acuerdo con lo que digo, es indiscutible.
A lo que iba.
La programación de Navidad me ha dado ganas de saltar por la borda y buscarme otro planeta: mujeres en bañador soportando temperaturas en algunos casos negativas, señores muy vestidos a su lado perpetuando la eterna pareja de chica-joven-guapa-enseñando-carne con señor-mayor-respetado-pero-con-poca-vergüenza-ninguna. En serio, qué aburrimiento. Cuánto machismo, cuánta misoginia. La reducción de la mujer a solo una cosa, la reducción de toda su identidad a solo una parte. Y es que la parte es siempre la misma, la de fuera: la parte que en el fondo menos importa.
Partamos de la base de que una mujer tiene derecho a vestir como le dé la gana, ahí seguro que estamos todos de acuerdo —por favor, decidme que lo estamos—. Que una mujer sale con sus amigos de fiesta en bañador el treinta y uno de diciembre y ahí que nadie opine nada, ¡hasta ahí podíamos llegar! Pero someter a la mujer a cierta vestimenta —llamémosle vestimenta— solo por subirle la audiencia a un programa es abuso y cosificación; dos palabras que me raja el alma que se hayan empezado a prostituir de tanto repetirlas, pero es que en tamaña circunstancia no repetirlas es lo que sería otra vez un abuso. Un abuso, eso es. El mismo abuso de siempre para ser más exactos. Son ya siglos de reducción de lo femenino a lo menos importante, a lo menos elaborado. Verlo me pone triste, mucho, y mi mente disocia y vuela: imagino a la mujer al volver tras cámara, y pienso en cómo alguien le recordará como a Judith que venga, vamos, que debe ir a remover el guiso, a recoger del cobertizo esto o lo otro.
No puedo más que mirar alrededor y pensar en cómo aquello le llega a mis sobrinos y a mis sobrinas. En cuánto me llega a mí, a mi marido, a mi familia, a todas mis amigas, y me viene la Judith Shakespeare de hace cinco siglos, y después Virginia Woolf hace solo uno, y me reitero en la importancia de los roles adecuados para los niños y las niñas, pero también para los adultos. No subestimemos nunca lo que aprendemos de estas imágenes crueles que nos presentan: lo que nos venden con saña como la imagen del más rotundo de los éxitos. El subconsciente guarda y es poderoso. Las expectativas de lo que otros persiguen y alcanzan, modelan y liman nuestras propias expectativas de éxito.
Así que por favor, de verdad que sí, escuchadme en esto. Que no dejemos nunca de tener héroes y heroínas, y que no olvidemos nuestra responsabilidad con los que vienen detrás de nosotras; recordemos que del ejemplo de nuestra generación nacerán sus futuros sueños. Así que soñemos siempre alto. Persigamos con fiereza nuestros sueños.
Con amor,
MF
Totalmente de acuerdo, María. Son muy importantes los roles con los que nos críamos, lo que vemos cuando somos pequeños nos influye y nos afecta mucho. Como las protagonistas de “La amiga estupenda” cuando descubren a la autora de Mujercitas y se dan cuenta de que las mujeres pueden ser algo más. Me encanta tu reflexión, es tan acertada, y me da tanta pena que sigamos siendo tan casposos. ¡Un abrazo!
Hola, Marta.
Muy casposo, mucho. Me enfada y entristece a partes iguales. Vamos avanzando, desde luego, pero queda tanto por hacer que escribirlo es lo único que me calma.
Un abrazo grande,
MF.